Badajoz fue plaza fuerte muy disputada a lo largo de los siglos. Se calcula que le pusieron sitio en cuarenta y dos ocasiones. Cuatro de ellas durante la Guerra Peninsular: una vez por los franceses, tres por los británicos. El último sitio ocurrió durante la Guerra Civil (1936), y se mantiene vivo en la memoria de nuestros días.
Cualquier sitio tiene consecuencias desastrosas para la población civil. Los sitiadores disparaban contra los muros y posiciones defensivas, pero muchos de los proyectiles acababan por caer sobre los tejados de los vecinos. Con el paso de los días las provisiones empezaban a escasear, al cortarse el contacto con el mundo exterior. Cuando se levantó el segundo cerco británico, la guarnición tenía raciones solo para un día y planeaba romper el bloqueo como única manera de sobrevivir.
El destino de los habitantes fue aún peor cuando se obligó a las tropas sitiadoras a tomar por asalto la fortaleza. Una tradición secular establecía que, en el caso de no rendirse una plaza, los defensores no podrían gozar de misericordia si el asalto tenía éxito. La ciudad sería entonces completamente saqueada. El 23 de mayo de 1801, cuando los españoles sitiaron Campo Maior, su comandante Manuel Godoy, Príncipe de la Paz y natural de Badajoz, exigió por escrito al Gobernador que capitulara “bajo pena de asalto y de saqueo a la villa, y de que sus habitantes sean pasados a espada, sin excepción de sexo o edad”.
La infantería detestaba los sitios. Los hombres se veían obligados a cavar trincheras, las llamadas “paralelas”, que permitían aproximar las piezas de artillería a las murallas para reventarlas. Tenían que cavarlas bajo el sol o bajo la lluvia, y siempre bajo el constante bombardeo de los defensores. La orden de asalto se acogía con alivio. Nunca faltaban voluntarios para “la triste esperanza”, el pequeño grupo avanzado del ataque principal. Si sobrevivía el comandante, tenía la seguridad de ser ascendido. Los soldados supervivientes serían los primeros en llegar a las tiendas, a las bodegas, a las mujeres...
Lo que ocurrió después del tercer sitio de Badajoz fue uno de los episodios más negros en la historia del ejército británico. Durante algún tiempo se perdió por completo el control sobre las tropas, entregadas a una orgía de embriaguez, saqueo y violaciones. Lo peor fue que los habitantes eran nuestros aliados.
En 1936, los días que siguieron a la toma de la ciudad por el Coronel Yagüe y los moros de la Legión fueron horribles para los civiles. Se detenía a los varones y le rasgaban la camisa. Un negral en el hombro derecho delataba a los que hubieran hecho uso del fusil. Se les ejecutaba en el acto. Los que huyeron a Portugal fueron concentrados en la plaza de toros y fusilados a montones.
Hasta hace poco tiempo, el viajero podía observar las huellas de los fusilamientos sumarios en una de las paredes de la catedral. En 1967 se construyó una nueva plaza de toros extramuros. Después de treinta años sin uso la vieja fue derribada. En su lugar se construyó un moderno auditorio y palacio de congresos, inaugurado en 2006. La escultura de una rosa recuerda a los que allí murieron en Agosto de 1936, cuando se repitan los horrores de abril de 1812.
No admira que el pueblo de Badajoz sea pacifista.
La fortaleza se rodea con una fuerza suficiente para garantizar que el cerco no pueda ser roto.
Se cavan trincheras lejos del alcance de las piezas de artillería de los defensores, paralelas a las murallas, en zig-zag, hasta la que los cañones de los atacantes alcancen los muros a batir.
El objetivo de la artillería es abrir una brecha lo suficientemente grande en la muralla como para permitir crear una rampa por la que suban los asaltantes.
Cuando la brecha se estime practicable, se da a los defensores la oportunidad de rendirse con todos los honores militares. Si no se rinden la guarnición queda expuesta a la guerra sin cuartel, y el vecindario a ser víctima del saqueo y el pillaje.
Se daba mucha importancia a la toma de las plazas fronterizas que protegían las principales vías de comunicación entre España y Portugal: Almeida (portuguesa) y Ciudad Rodrigo (española), en el norte; Elvas (portuguesa) y Badajoz (española), en el sur. Las distancias entre ellas impedían a cualquier comandante dirigir personalmente y al mismo tiempo las operaciones. En la primavera de 1811, persiguiendo al ejército francés del mariscal Massena en retirada y dirigiendo la reconquista de Almeida por las fuerzas aliadas anglo-portuguesas, Wellington se encontraba al frente de las operaciones en el norte. La tentativa francesa de liberar a la sitiada guarnición de Almeida fue malograda por su victoria en Fuentes de Oñoro (3-5 de mayo). Con ella se despejó por el momento la amenaza francesa en la región.
En el sur, los aliados pusieron sitio a Badajoz. Aunque la dirección general de la campaña había sido decidida por Wellington, se confió a William Carr Beresford, Mariscal del ejército portugués, el mando operativo. Hijo natural del primer Marqués de Waterford, sirvió en el ejército británico desde 1785 y fue comandante del ejército portugués el 9 de marzo de 1809, al iniciarse el proceso de reorganización que transformó las fuerzas portuguesas introduciendo la disciplina y métodos británicos. Buena parte del crédito que ganaron los portugueses como parte vital y valiosa del ejército de Wellington fue atribuido al talento de Beresford como administrador. Wellington ensalzó sus cualidades cuando le preguntaron quién podría ser su sucesor predilecto. Describió a Beresford como “el hombre más capaz que vi hasta el momento con el ejército… Si la cuestión fuera apenas luchar, alguno de entre vuestros compañeros serviría. Pero lo que ahora queremos es alguien que además alimente a nuestras tropas. No veo por aquí alguien más apto para ese fin que Beresford”. Estuvo lejos de ser propiamente un comandante inspirado en el campo de batalla. Por la carnicería de La Albuera le criticó de manera un tanto injusta William Napier, el historiador de la Guerra Peninsular.
El segundo sitio de Badajoz